Por: Luis Loaiza Rincón *
Algunas épocas son más convulsas que otras, son de profundo agotamiento cívico, en las que a muchos se les ocurre retraerse, apartarse y centrarse en lo que más valoran: la búsqueda de paz interior. Se trata de crisis que terminan disolviendo los vínculos cívicos, llevando a los individuos a buscar una libertad de acción y decisión desde la soledad, desde la autosuficiencia, para construirse una existencia feliz, sin las complicaciones de estar en la palestra.
La dura confrontación política siempre hace mella. Los que alguna vez se consideraron hombres públicos, toman distancia, se alejan de la política. Están más interesados en buscar la felicidad al margen de la colectividad, apartados de la diatriba. Hasta cierto punto, son "marginados" por las fuerzas polarizantes que no aceptan matices.
El pesimismo lo invade todo y cualquier salida es complicada. En estos casos, la búsqueda interior sirve para acercarse a la tranquilidad de espíritu y eso implica abandonar el debate, la acción política y refugiarse en los saberes de salvación y en las prácticas para reconstruir una vida feliz casi que en cualquier parte, porque también cunde el desarraigo.
Asegurar la felicidad y la serenidad de ánimo se convierte, entonces, en el propósito de la existencia. Serán sabios quienes lo alcancen y eso pasa por afirmar lo subjetivo, como recinto inexpugnable de la dicha.
En este desierto, en esta huida interior, la amistad se convierte en una tabla de salvación o, mejor, en un bien superior. Desde hace miles de años se sabe que uno de los mayores secretos para alcanzar la felicidad es el cultivo de la amistad y que mantener y cuidar a los amigos ayuda a tener una existencia más rica e interesante. La amistad virtuosa se alimenta, entonces, de la confianza, la igualdad, la compasión, la honestidad y la independencia; aspectos que permiten construir vínculos que resisten la prueba del tiempo. Está claro que la amistad procura al hombre una ayuda insustituible frente al aislamiento en un mundo hostil, lo cual supone una especie de pacto de ayuda mutua, que proporcione la tranquilidad y la alegría de saber que seremos ayudados siempre que lo necesitemos.
Todo lo descrito hasta ahora, que muy bien pudiera estar referido a nuestro tiempo, ocurrió en Atenas, aproximadamente a partir del año 323 a.C., dando lugar a uno de los períodos más interesantes de la antigua cultura griega: La época helenística.
En ese tiempo, al principio en Atenas, pero después en toda Grecia; se desgarró el espíritu cívico por la profunda crisis que enfrentaba la democracia, estalló la Guerra del Peloponeso, se impuso la hegemonía macedonia, que implicó la imparable decadencia de las ciudades estado y se produjo la repentina muerte de Alejandro Magno que provocó grandes cambios.
En tal contexto un hombre llamado Epicuro (341-270 a.C.) fundó una escuela para impartir su doctrina en una casa con un pequeño terreno, el "jardín", donde además de ofrecer charlas y convivencias, "cultivaban" la amistad virtuosa. El jardín proporcionaba un retiro para la vida intelectual a un grupo de amigos, en torno a la figura del venerable maestro, quien frente a la relajación, inseguridad y crisis política, enseñó la búsqueda de una paz serena y duradera. En esta escuela se admitían personas de todas las clases sociales, incluso mujeres y esclavos.
Epicuro buscó un camino que suprimiera la ambición política a través de un saber para la vida, o sea, una práctica y una actitud frente al mundo, que hacía del filósofo un auténtico sabio cuyo conocimiento es el medio para alcanzar la "imperturbabilidad" que implica la serenidad de ánimo (ataraxia).
El sistema epicúreo se divide en "Canónica", que trata de los criterios necesarios para discernir la verdad del error; "Física", cuyo objeto es el verdadero conocimiento de la naturaleza de las cosas y la "Ética", que trata de la moralidad y felicidad que debe lograrse en esta vida.
Los principios fundamentales de la ética epicúrea están expuestos en la "Carta a Meneceo" y en las "Máximas Capitales", donde establece que su objetivo es buscar aquello que produce placer y evitar lo que nos conduce al dolor, que el placer es el principio y el fin de una vida feliz y que los dolores del alma son peores que los del cuerpo. Por tanto, el placer y el dolor son sentimientos básicos de una ética material y la filosofía es el camino que conduce a la felicidad y la medicina del alma que cura las enfermedades del temor a los dioses, a la muerte y al dolor.
El epicureísmo ha renacido dondequiera que el individuo se ha convertido en eje del pensamiento, como durante el Renacimiento. Este pensamiento influyó en las obras de Giordano Bruno, Pierre Gassendi, Lorenzo Valla, Erasmo de Rotterdam, Quevedo, Montaigne, Jeremy Bentham y sobre él, también reflexionaron Kant, Hegel, que lo consideraba "una vana charlatanería" y Marx, especialmente en su tesis doctoral.
Hay algo que, sin embargo, une al hombre de hoy con Epicuro: su profunda soledad y su desesperada apuesta por la libertad individual. Vale preguntarnos aquí, ¿si en nuestras sociedades en crisis, constituye una opción el abandono de la política, o si la desaparición del orden de convivencia civilizado es el precio que pagamos por buscar la felicidad? Ojalá no estemos condenados como Sísifo a la eternidad de un esfuerzo inútil.
*).- Luis Loaiza Rincón es Politólogo y Profesor de la Escuela de Ciencias Políticas de la Universidad de Los Andes en Mérida, Venezuela.
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